Se le llamó “pueblo viejo” a lo que
quedaba de la ciudad del Barco. Con el tiempo, efectivamente, el río había
ganado y desmoronado gran parte de ella, tal como lo previó Aguirre al
argumentar su traslado temiendo inundaciones y buscando un lugar más apropiado
para darle acequias a la ciudad. Pero aún quedaban allí algunas quintas y
chacras cercanas al pueblo nuevo que “vinieron a servirlo”.
Muy pequeño era Santiago. Parecía un paraje en ese tiempo, pero poco a poco se
construían sus casas, más bien ranchos pajizos, que se agrupaban alrededor o
cerca de la plaza y el cabildo, no sólo para hacer un centro poblacional, sino
también -al decir de Fray Euduxio de Jesús Palacio- “como una manera de
prevenirse mejor ante el peligro de temibles ataques, tanto de irreductibles
aborígenes como de fieras salvajes que merodeaban los bosques circundantes”.
Las construcciones no eran mejores que otrora las del Barco. También en
Santiago, al igual que en el “pueblo viejo”, las modestas moradas no eran seguras.
Carecían de cimientos y gran parte de ellas estaban hechas con horcones,
quinchas, tierra arenisca y techos de paja y barro, poniendo en riesgo su
estabilidad ante fuertes tormentas.
Igual que antes, y como era costumbre en cada fundación o traslado, se
implementarían las disposiciones para dividir y empadronar la tierra a repartir
entre soldados, pobladores y encomenderos.
“Tierra de promisión” la llamó su fundador al abrir acequias y comprobar la
fertilidad de su suelo, contemplando las blancas extensiones de algodón y las
abundantes cosechas que hacían presagiar un futuro venturoso.
Sin embargo, vendrían tiempos muy duros que afrontar. La conquista misma del
Tucumán encerraba un drama agresivo y sangriento, que envolvía a conquistadores
contra conquistadores, y a éstos en frecuentes luchas contra irreductibles
guerreros aborígenes. Tiempos en los cuales el desafío de la colonización se
confundía con la lucha por la supervivencia.
Santiago no estuvo excenta de la miseria y la amenaza de despoblarse, no bien
Aguirre partiera a Chile ante la probabilidad de gobernarlo, tras la muerte de
Valdivia en combate con los araucanos.
Entrado el otoño de 1554, la vida diaria de la
población se tornaba insostenible, a causa de los constantes ataques de los
indios, día y noche. Asediada y sitiada por juríes y calchaquíes, todo
comenzaba a faltar. No había siembra ni cosecha. Las provisiones se habían
terminado. Nada se podía esperar de afuera. El aislamiento se hacía sentir cada
vez más y extremas eran las necesidades. Según testimonios de entonces, los
pobladores llegaron a “vestir cueros de animales y alimentarse con hierbas,
raíces, cardones y hasta cigarras y langostas”.
Luego de estar una década en Chile, al propio Aguirre le costaría más de un año
su marcha de regreso (con provisiones, simientes para el cultivo y ganado
vacuno de sus haciendas de Coquimbo y Copiapó) por las luchas que debió
entablar con los juríes y calchaquíes que los enfrentaban. Feroces combates
donde perdió la vida su hijo Valeriano.
Sin embargo, Santiago del Estero resistiría, y su fundador (más allá de las
discusiones historigráficas de nuestro tiempo sobre sus merecimientos,
deméritos o fechas fundacionales en cuestión), daría pruebas de temple,
voluntad y capacidad para socorrerla, defenderla, mantenerla en pie y
convertirla en “madre de ciudades”.
Superadas las penurias y atenuadas las hostilidades con los indios, merced a
las acciones y estrategias de Francisco de Aguirre, dominando rebeliones y
venciendo resistencias “para limpiar los caminos de tránsito al Perú”, Santiago
pudo afirmarse como cabecera y centro irradiador de nuevas poblaciones y
ciudades, para la interrelación, la producción y el crecimiento de las
colonias.
Contrastando con la observación del arquitecto Roberto Delgado acerca de que el
primer plano elaborado y conocido de la ciudad de Santiago del Estero surge con
el gobierno de Absalón Rojas (1886-1889) y por lo tanto no se puede concluir
con certeza sobre cómo fue la distribución de la misma en sus comienzos, no han
faltado estimaciones deductivas, como las de fray Palacio, a partir del
hallazgo de trazados de ciudades fundadas por Santiago, como La Rioja que tenía 20 manzanas
de ejido, razón por la cual estimaba que la capital del Tucumán debió ser más
grande que otras poblaciones de aquel momento.
En tal sentido, sugería que en sus tres primeros años, Santiago pudo haber
tenido aproximadamente 80 manzanas (entre las pobladas y para repartir), cada
una dividida en cuatro solares, las que se extendían en un radio de 700 metros, desde la
plaza a la periferia de las chacras. Otros investigadores, coinciden en señalar
que las principales construcciones se hallaban cercanas al río y las chacras se
extendían a lo largo de la acequia real (hoy avenida Belgrano).
No hay datos precisos sobre el número de viviendas que pudieron haber, pero
según razonados puntos de vista, al promediar 1554 serían alrededor de 50 las
modestas moradas de Santiago, además del cabildo, el fuerte, un hospital en el
que se atendía por igual a indios y españoles -tal cual lo afirma Vicente
Oddo-, algunas otras dependencias reales y una humilde iglesita de adobe, que
en 1557 sería reemplazada por la de San Francisco y por otros conventos que
irían instalándose, como los de las órdenes mercedaria y dominica.
Debió pasar algún tiempo para que la pequeña aldea creciera un poco más.
Mientras tanto, los habitantes del poblado transcurrían sus días consagrándose
a cultivar la tierra, a organizarse como comunidad, a crear las condiciones
propicias para el progreso colonizador.
El sistema de trabajo y de recompensas era el de las encomiendas, consistente
en repartir la tierra por derecho de conquista entre jefes, oficiales y otros
elegidos entre soldados y civiles, para heredarla, cultivarla y entregar a la
corona una tasa de servicio en relación a la cantidad de producción. Esta
especie -que sin duda representó uno de los puntos más discutidos y
efervescentes de la conquista de América, tanto por ambiciones desmesuradas que
no faltaron, como por rebeliones al sometimiento de los nativos en algunas
colonias españolas, como se dio en México y el Perú-, importaba concesión de
derechos a los conquistadores sobre las tierras y sobre los indios que se
avenían a tal régimen cambiando trabajo por alimentos, educación en la religión
cristiana, cuidado de sus ancianos y enfermos, siendo eximidos de todo tributo
en su situación de vida y de trabajo, o recibiendo algún ganado o parte de lo
que producían. Sistema que imperó por muchos años hasta que se establecieron
medidas más equitativas para el trabajo y la condición social de los indios y
el freno a las encomiendas que eran hereditarias por generaciones.
En su libro “Noble y Leal
Ciudad”, Orestes Di Lullo nos dice que “en 1586, la capital del Tucumán servía
y era servida por 48 encomenderos y 12.000 indios”. Seguramente, esta cifra no
tendría significativa variante con respecto a los primeros años de Santiago.