domingo, 8 de julio de 2012

La primera cuidad


Habían bajado de lo más alto de las “Indias hechas América”, entrando por Humahuaca hasta el Aconquija. En las faldas de los cerros tucumanos (cerca de la actual Monteros), se asentó la tercera expedición de los españoles que venían del Cuzco, de la Ciudad de los Reyes y Potosí.

Un 29 de junio de 1550, llamaron ciudad del Barco a ese reducido y primer establecimiento poblacional, con el fin de darle una capital a la vasta región de la provincia del Tucumán. Pero al cabo de algunos meses, el capitán fundador, don Juan Núñez de Prado, tuvo que disponer su traslado a los valles calchaquíes (hoy localidad salteña de San Carlos), buscando evitar incorrectos reclamos jurisdiccionales de Chile -que lo habían llevado a una derrota armada frente a los hombres del capitán Villagrán-, y eludiendo el asedio de belicosos juríes y diaguitas.

En 1551, en la nueva ubicación, a su ciudad del Barco le agregó: del Nuevo Maestrazgo de Santiago (en homenaje al Presidente de la Audiencia de Lima, Pedro La Gasca, nacido en la ciudad del Barco de Ávila, y en honor al Apóstol Santiago el Mayor, Patrono de España). Y por similares circunstancias que antes volvió a transportarla, pero esta vez -al decir de Ricardo Rojas- “dejando atrás el país de la montaña, del reino calchaquí, para entrar en el país de la selva”, el de la boscosa llanura santiagueña.

Crónicas imprecisas, pero quizás aproximadas, nos dicen que fueron entre 150 y 200 los primeros llegados a estas tierras, entre soldados, civiles, pocas familias, indios auxiliares y dos sacerdotes. Al comienzo de la gesta, sólo habían sido 84 los hombres que salieron junto a Núñez de Prado.

Ciudad andante la del Barco tercera. Sus itinerantes pobladores traían a cuestas bagajes y enseres para la vida diaria. Los soldados cuidaban de las cargas más pesadas a lomo de mulas y caballos: armas, bastimentos para levantar en primera instancia tiendas de campaña, bolsones con maíz americano, trigo y cebada para hacer el pan, semillas para la siembra del zapallo, porotos y otros productos de la tierra; gallinas en jaulones, vasijas y zurrones de cuero para almacenar agua pura y aceite, a la vez que arreaban un importante número de ganado (yeguas, potros, ovejas y cabras), con destino a las chacras que formarían.
Ya tenían idea y pericia de cómo recomenzar una ciudad.

El lugar elegido para afincarla fue un sitio despejado entre la tupida vegetación, sobre la margen derecha del río del Estero (así se llamaba el río Dulce), estimado entre 1400 metros y 2 kilómetros al sur de la actual capital santiagueña, o probablemente en el ángulo que conforma la avenida Alsina con la calle Independencia. En coordenadas geográficas, como en los dos asentamientos
anteriores, escapaba al territorio que la Audiencia de Lima le concediera a Chile, aunque su gobernador, Pedro de Valdivia, pensaba lo contrario debido a cálculos erróneos (o intencionados), manteniendo el plan de incorporarla a sus dominios

Los primeros tiempos - fundacion de sgo


Se le llamó “pueblo viejo” a lo que quedaba de la ciudad del Barco. Con el tiempo, efectivamente, el río había ganado y desmoronado gran parte de ella, tal como lo previó Aguirre al argumentar su traslado temiendo inundaciones y buscando un lugar más apropiado para darle acequias a la ciudad. Pero aún quedaban allí algunas quintas y chacras cercanas al pueblo nuevo que “vinieron a servirlo”.

Muy pequeño era Santiago. Parecía un paraje en ese tiempo, pero poco a poco se construían sus casas, más bien ranchos pajizos, que se agrupaban alrededor o cerca de la plaza y el cabildo, no sólo para hacer un centro poblacional, sino también -al decir de Fray Euduxio de Jesús Palacio- “como una manera de prevenirse mejor ante el peligro de temibles ataques, tanto de irreductibles aborígenes como de fieras salvajes que merodeaban los bosques circundantes”.

Las construcciones no eran mejores que otrora las del Barco. También en Santiago, al igual que en el “pueblo viejo”, las modestas moradas no eran seguras. Carecían de cimientos y gran parte de ellas estaban hechas con horcones, quinchas, tierra arenisca y techos de paja y barro, poniendo en riesgo su estabilidad ante fuertes tormentas.
Igual que antes, y como era costumbre en cada fundación o traslado, se implementarían las disposiciones para dividir y empadronar la tierra a repartir entre soldados, pobladores y encomenderos.

“Tierra de promisión” la llamó su fundador al abrir acequias y comprobar la fertilidad de su suelo, contemplando las blancas extensiones de algodón y las abundantes cosechas que hacían presagiar un futuro venturoso.
Sin embargo, vendrían tiempos muy duros que afrontar. La conquista misma del Tucumán encerraba un drama agresivo y sangriento, que envolvía a conquistadores contra conquistadores, y a éstos en frecuentes luchas contra irreductibles guerreros aborígenes. Tiempos en los cuales el desafío de la colonización se confundía con la lucha por la supervivencia.
Santiago no estuvo excenta de la miseria y la amenaza de despoblarse, no bien Aguirre partiera a Chile ante la probabilidad de gobernarlo, tras la muerte de Valdivia en combate con los araucanos.

Entrado el otoño de 1554, la vida diaria de la población se tornaba insostenible, a causa de los constantes ataques de los indios, día y noche. Asediada y sitiada por juríes y calchaquíes, todo comenzaba a faltar. No había siembra ni cosecha. Las provisiones se habían terminado. Nada se podía esperar de afuera. El aislamiento se hacía sentir cada vez más y extremas eran las necesidades. Según testimonios de entonces, los pobladores llegaron a “vestir cueros de animales y alimentarse con hierbas, raíces, cardones y hasta cigarras y langostas”.

Luego de estar una década en Chile, al propio Aguirre le costaría más de un año su marcha de regreso (con provisiones, simientes para el cultivo y ganado vacuno de sus haciendas de Coquimbo y Copiapó) por las luchas que debió entablar con los juríes y calchaquíes que los enfrentaban. Feroces combates donde perdió la vida su hijo Valeriano.
Sin embargo, Santiago del Estero resistiría, y su fundador (más allá de las discusiones historigráficas de nuestro tiempo sobre sus merecimientos, deméritos o fechas fundacionales en cuestión), daría pruebas de temple, voluntad y capacidad para socorrerla, defenderla, mantenerla en pie y convertirla en “madre de ciudades”.

Superadas las penurias y atenuadas las hostilidades con los indios, merced a las acciones y estrategias de Francisco de Aguirre, dominando rebeliones y venciendo resistencias “para limpiar los caminos de tránsito al Perú”, Santiago pudo afirmarse como cabecera y centro irradiador de nuevas poblaciones y ciudades, para la interrelación, la producción y el crecimiento de las colonias.

Contrastando con la observación del arquitecto Roberto Delgado acerca de que el primer plano elaborado y conocido de la ciudad de Santiago del Estero surge con el gobierno de Absalón Rojas (1886-1889) y por lo tanto no se puede concluir con certeza sobre cómo fue la distribución de la misma en sus comienzos, no han faltado estimaciones deductivas, como las de fray Palacio, a partir del hallazgo de trazados de ciudades fundadas por Santiago, como La Rioja que tenía 20 manzanas de ejido, razón por la cual estimaba que la capital del Tucumán debió ser más grande que otras poblaciones de aquel momento.

En tal sentido, sugería que en sus tres primeros años, Santiago pudo haber tenido aproximadamente 80 manzanas (entre las pobladas y para repartir), cada una dividida en cuatro solares, las que se extendían en un radio de 700 metros, desde la plaza a la periferia de las chacras. Otros investigadores, coinciden en señalar que las principales construcciones se hallaban cercanas al río y las chacras se extendían a lo largo de la acequia real (hoy avenida Belgrano).
No hay datos precisos sobre el número de viviendas que pudieron haber, pero según razonados puntos de vista, al promediar 1554 serían alrededor de 50 las modestas moradas de Santiago, además del cabildo, el fuerte, un hospital en el que se atendía por igual a indios y españoles -tal cual lo afirma Vicente Oddo-, algunas otras dependencias reales y una humilde iglesita de adobe, que en 1557 sería reemplazada por la de San Francisco y por otros conventos que irían instalándose, como los de las órdenes mercedaria y dominica.

Debió pasar algún tiempo para que la pequeña aldea creciera un poco más. Mientras tanto, los habitantes del poblado transcurrían sus días consagrándose a cultivar la tierra, a organizarse como comunidad, a crear las condiciones propicias para el progreso colonizador.

El sistema de trabajo y de recompensas era el de las encomiendas, consistente en repartir la tierra por derecho de conquista entre jefes, oficiales y otros elegidos entre soldados y civiles, para heredarla, cultivarla y entregar a la corona una tasa de servicio en relación a la cantidad de producción. Esta especie -que sin duda representó uno de los puntos más discutidos y efervescentes de la conquista de América, tanto por ambiciones desmesuradas que no faltaron, como por rebeliones al sometimiento de los nativos en algunas colonias españolas, como se dio en México y el Perú-, importaba concesión de derechos a los conquistadores sobre las tierras y sobre los indios que se avenían a tal régimen cambiando trabajo por alimentos, educación en la religión cristiana, cuidado de sus ancianos y enfermos, siendo eximidos de todo tributo en su situación de vida y de trabajo, o recibiendo algún ganado o parte de lo que producían. Sistema que imperó por muchos años hasta que se establecieron medidas más equitativas para el trabajo y la condición social de los indios y el freno a las encomiendas que eran hereditarias por generaciones.

En su libro “Noble y Leal Ciudad”, Orestes Di Lullo nos dice que “en 1586, la capital del Tucumán servía y era servida por 48 encomenderos y 12.000 indios”. Seguramente, esta cifra no tendría significativa variante con respecto a los primeros años de Santiago.

La vida diaria en la primitiva Santiago del estero


El desafío era grande, duras las tareas, y todo en medio de un tiempo turbulento, de intrincadas situaciones propias del proceso en gestación. “Es cierto que hubo sangre y lágrimas en la conquista del Tucumán -nos dice Lucía Gálvez de Tiscornia-, pero también hubo sol serrano, olor de yuyos, risas de los mestizos, parloteo de las indias, agua de los arroyos, y algo debía haber para que los españoles se quedaran, y ya sabemos que no era ni oro ni plata”. El propio Francisco de Aguirre llegaría a escribirle al Rey de España pidiéndole ayuda y terminaría sus días sumido en la pobreza.

Pasados los peores momentos, la vida diaria en Santiago tenía sus componentes de trabajo, de aprendizaje mutuo de artes y lenguaje entre españoles y nativos y, desde luego, de momentos de entrega a las costumbres y distracciones.

Con el concurso de los indios y las indias que bastante sabían de trabajar en cultivos, hilados y cerámica, en las chacras se realizaban las tareas agrícolas, y además de algunos talleres de alfarería y de elementos de madera para diversos usos, en varios solares se establecieron obrajes textiles de tejidos de lana para sobrecamas, de algodón para prendas de vestir, ponchos, calzados trenzados (alpargatas), sombreros y otras confecciones que se enviaban para su venta a Potosí. En sus artesanías usaban gran variedad de colores que sabían preparar obteniendo los tintes de árboles y frutos. Mas pudo ser -comenta Delgado- que algunas viviendas, o detalles de ellas, fueran pintadas con las tinturas indígenas.

Más adelante, también se empezaría a mandar ganado vacuno que a veces faltaba en el Perú y en Santiago se había acrecentado en pocos años con especial impulso desde los días en que Aguirre dotara desde Chile los primeros y limitados hatos para consumo y reproducción. También había “miel y buena en abundancia, la cual sacaban a Potosí en cueros”, y “el pan era el mejor del mundo”, relataría fray Reginaldo Lizárraga al transitar por el Tucumán, camino del Perú a Chile.

Las costumbres culinarias y alimenticias se confundían en lo habitual de las relaciones entre naturales y colonos. De la caza de liebres, guanacos, tarugas (especie de venado, taruca en quichua), perdices, vizcachas, conejos, quirquinchos, patos, garzas, palomas y otros animales silvestres, y de la pesca de sábalos, dorados y bagres, que realizaban con redes y arpones en el Misky Mayu, los indios cocinaban gustosos guisados a fuego de leña, también el locro resultaba del preparado que hacían de maíz, con carne fresca o secada al sol con sal (charqui) y zapallo. Asimismo, tenían otras formas de aprovechar el maíz, como el aunca o amca (maíz tostado), el mote (hervido), tulpo (harina de maíz) y sopa de maíz molido con sal, y por supuesto la chicha que la guardaban en tinajuelas. La algarroba era para juríes y diaguitas otro de sus principales productos de consumo de la cual hacían patay (pan de esta harina) y elaboraban para beber la fermentada y fortísima aloja. La tuna y los frutos del mistol, el chañar y el piquillín también constituían parte de su alimentación. Quizás no faltaría el tabaco (que se daba en la zona de los sanavirones y comechingones cercana a Córdoba), que se enrollaba o se machacaba para fumarlo en chala.

Los españoles, que solían compartir viandas y recetas con los nativos encomendados, no dejaban de añorar comidas típicas de la península, pero en Santiago del Estero las suplían muy bien con sustanciosos preparados de sus cocineras indias y sabrosos pucheros de gallina, carne vacuna e incluso porcina, al estilo español con tocino saldo, y el suculento añadido de los manjares originarios de la tierra americana: porotos, papas, choclos y zapallo. Y muy probablemente ya se daría en Santiago la batata, la que al conocerse en Europa mereciera el elogio de William Shakespeare. Tampoco faltaban los dulces ni el vino autóctono que se hacía desde que el sacerdote Juan Cidrón -venido de Chile con experiencia sobre el particular- comenzara a elaborarlo con la vid que se producía en las quintas de la capital del Tucumán en 1555.
La actividad en las chacras para nada resultaba poca. Además de las faenas de labranza, diversos eran los productos que se elaboraban, entre ellos jabón y velas de sebo, cuya pasta se hacía en grandes ollas de fierro, del mismo modo artesanal que en Europa, pues la fabricación del jabón recién se extendería en Inglaterra en el siglo XVII y su industrialización científica con agregados aromáticos tardaría hasta comienzos de 1800 (recordemos que en Buenos Aires, la primera jabonería industrial fue la de Vieytes, donde se reunían los principales revolucionarios de Mayo). Los indios, que acostumbraban bañarse en el río con frecuencia (costumbre a la que Hernán Cortéz le llamara en México “el gran vicio americano”), ya obtenían espuma como jabón de la corteza de ciertos árboles como el quillay, o de la raíz de un espino, llamándolo ttacsana roque o sapona-ttakhsaña.

A la pregunta de cómo encenderían el fuego para cocina, calor y lumbre, los indios seguían haciéndolo como antiguamente: raspando la piedra entre hongos y hojas secas, machacando con yesca, y una vez acabada la llama, cubriendo las brasas con ceniza, conservándolas al rescoldo, para volver a encender los leños al día siguiente y así sucesivamente, sin necesidad de prender con yesca nuevamente. Para iguales usos y sus velas de sebo, los españoles lo harían pistoneando pólvora (el fósforo recién se descubriría en 1669).

Los primeros pobladores


Hacia 1555 los habitantes de Santiago buscaban la mejor manera de adaptarse al medio y conformar sus hogares.

Mucho tuvo que ver Aguirre en la composición de las primeras familias al traer desde Chile a hijas y viudas de hidalgos, oficiales y soldados muertos por los aracucanos, en su mayoría ex cautivas de éstos, las que rehicieron sus vidas en la capital del Tucumán, contrayendo matrimonio y dándole a Santiago del Estero sus primeros hijos criollos. La cantidad de matrimonios legítimos establecidos entonces, entra en el terreno de la suposición. Como también el número de españoles, sin distinción de rango, que convivían con indias (juríes, o coyas y araucanas venidas con ellos) y hacían legitimar a sus herederos mestizos. ¿A esa altura, cuántos niños habría en Santiago del Estero? ¿Vivirían allí algunos nacidos en la anterior ciudad del Barco? ¿De haber sido así, cómo interpretaría la historia el hecho de la existencia de ciudadanos de una primera ciudad desplazada como tal? Interesante interrogante para pensar.

En tanto, de España (vía Chile y Perú desde Panamá), irían llegando las esposas y los hijos de los conquistadores. La ciudad acogía a nuevos pobladores, muchos de los cuales dejarían grabados sus nombres y sus obras en la historia de Santiago.

Así comenzaba nuestra la ciudad. Así fueron los rasgos de su vida cotidiana hace cuatro siglos y medio. Ese fue el lado de las costumbres de quienes protagonizaron la magna empresa fundacional, con sus luchas, glorias y dramas. Indudablemente, es mucho más lo que importa esa historia inaugural de Santiago, donde confluían la América naciente que se extendía a paso firme hacia el sur del continente, y el germen de la Patria con las ciudades que surgían de su seno. Entre sus grandes aportes, valga tener presente que el puerto de Buenos Aires fue consecuencia del comercio que se inició desde la capital del Tucumán, y que sería el primer obispo de esta primera diócesis, fray Francisco de Victoria, el artífice de la primera exportación con productos santiagueños que se hiciera vía fluvial al Brasil, un 2 de septiembre de 1587(de ahí el Día de la Industria Nacional).

Santiago del Estero marcó importantes hechos desde los albores de su nacimiento. Hombres y mujeres de singulares cualidades fueron haciendo la trama de esta ciudad donde todo comenzó en nuestro país. Conquistadores que “abrían puertas a la tierra” y mujeres pobladoras que como tales fueron madres de la “madre de ciudades”.

Por el servicio y la entrega que en la alta empresa fundadora ameritaron aquellos protagonistas, el 19 de febrero de 1577, el rey Felipe II hacía merced al disponer el título y escudo de armas para la “Muy Noble” ciudad de Santiago del Estero.

Desde los días de la primera “entrada” del malogrado capitán don Diego de Rojas, en cuya expedición se destacaran abnegadas y valientes mujeres como Catalina de Enciso, Mari López y Leonor de Guzmán, las que llegaron a empuñar espadas y rodeles para defenderse del bravío agresor, como tantas otras que ennoblecieron el lado humano de este suelo, la presencia y el protagonismo femenino en Santiago del Estero, que tan estupendamente lo describe Fina Moreno Saravia en su interesante y atrapante “Historia de Mujeres”, es otra faceta que distingue las virtudes que desde el fondo de la historia fueron capaces de exhibir quienes jalonaron con dignidad y proeza las distintas particularidades con las que están hechos el cuerpo y el alma de Santiago del Estero.

Santiago es todo esto: Tierra que canta y danza. Primera vía de comunicación entre el resto de América y Argentina. Madre de cuya matriz nacieron las primeras ciudades de la Patria. Génesis de evangelización y fundadora de Iglesias. Primera educadora y exportadora de manufacturas. País de la leyenda y cuna del folclore. Provincia que lo dio todo y le sigue abriendo sus brazos a la Patria.

Lo que el Dulce se llevó



“La vieja ciudad de los conquistadores, la del siglo XVI y principios del XVII, la que vio tantas hazañas, la que vivió tantas angustias, esa ciudad yace sepultada bajo las arenas del río, inmenso sudario blanco bajo el que duerme del peso de sus glorias y de sus culpas” 2.


 Silvia Graciela Piccoli




 
En sus cuatro siglos y medio de historia, Santiago del Estero fue arrasada con frecuencia por las aguas del Dulce. En la documentación colonial actas capitulares, crónicas,  relatos  de  viajeros,  cartas  de  funcionarios  y  religiosos-  se  pone  dmanifiesto el constante temor que inspiraba a la población la proximidad del río.

No obstante, a pesar de que en el siglo XVII se gestionó y se obtuvo la autorización real para trasladar la ciudad, sus habitantes se opusieron y Santiago permaneció a la vera del Mishqui Mayu, en el mismo sitio en que la emplazara Aguirre.

Recién en noviembre de 1677 el gobernador José de Garro la desplazó media legua hacia el oeste del  río,  y  desde entonces Santiago del  Estero ha crecido en el  mismo sitio,  sin abandonar sus orígenes de ciudad ribereña.


 Aguas mansas…


Las inundaciones más feroces recibieron el muy castizo nombre de avenidas” o el s popular de volcanes”: el río avanzaba sin piedad, impetuoso e imprevisible. En su furia arrasaba los sembrados, socavaba los cimientos de los edificios de adobe, borraba las acequias y dejaba un rastro de salitre que carcomía sin pausa ni prisa las paredes, las puertas, las bases de las columnas, sin respeto de los templos ni de las “casas reales”.

Desde su fundación, las inundaciones más graves de acuerdo con lo que registran las crónicas- fueron las siguientes:

1586 El río destruyó la acequia que mandara construir el gobernador Gonzalo de Abreu para  el  riego  de  las  fincas.  Cuatro  años  después,  el  gobernador  Rarez  de  Velazco



1 Publicado en El Liberal, sección dominical Página de Memorias, domingo 3 de enero de 1999, p. 24.
2 Orestes Di Lullo, citado por Luis Alén Lascano en Historia de Santiago del Estero, p. 105.

propuso el traslado de la ciudad porque las crecientes impedían sacar acequia y construir casas “en que se pueda vivir, es decir, que no tuvieran salitre.

1628 La gran inundación destruye buena parte de la ciudad. El río –según carta del gobernador Felipe de Albornoz al rey- destruyó las defensas nuevas y antiguas, se llevó treinta y cuatro casas y edificios (el cincuenta por ciento de las construcciones), inundó las
zanjas que se habían cavado para los cimientos del Colegio de los jesuitas y del convento                2
de Santo Domingo y finalmente avanzó sobre la plaza principal hasta la Catedral.

Se resolvió mudar la ciudad tres leguas al norte, pero como no fue posible sacar acequia el traslado no  se  produjo.  En  163se  obtuvo la  autorización real  para  la  mudanza, no obstante lo cual se reconstruyó lo destruido un poco más al oeste.

1663 Las crecientes que se suceden entre el 19 de marzo y el 3 de abril causan enormes perjuicios. Dice Groussac: “En este año el río Dulce arruinó la parte este de la antigua ciudad de Santiago, entrando el río a correr a pocas varas del convento de San Francisco. La ciudad se reedificó en dirección opuesta al convento (…)”.

Pero lo más grave de esta inundación fue que dio lugar a que se iniciaran las gestiones para obtener la autorización real para trasladar a Córdoba la Catedral. En 1671 el bachiller Bustamante de Albornoz le escribía al rey: “No hay Catedral en esta ciudad de Santiago, ni se piensa hacer, ni la han de hacer; mejor fuera Señor, pasarla a la ciudad de Córdoba”.

Fue así como Santiago del Estero, primera sede episcopal del país erigida en 1570, perdió esta dignidad por más de doscientos años. El viejo edificio constantemente reconstruido pasó a ser parroquia o iglesia matriz. En tiempos de Ibarra, derruido el templo casi por completo a raíz de un terremoto, los oficios se trasladaron a La Merced hasta la inauguración del edificio actual (el quinto) en 1877.



Obras de defensa

Según el arquitecto Roberto Delgado en Recorrido por una ciudad histórica, el trazado de Santiago del Estero se realizó sobre la base de una “supercuadrícula irregular originada por el serpenteo de las acequias”.

En efecto, establecida en una llanura a la vera de un río caudaloso, su fuete de vida era el agua: de su aprovechamiento dependía que prosperaran los sembrados y las haciendas y, en consecuencia, que la ciudad lograra sobrevivir.

Por esa razón, los jesuitas que se radicaron en Santiago guiaron el trazado de la Acequia Real en 1577 siguiendo el principio de que a todo suelo, además de regarlo, hay que drenarlo”.  Tomaban el agua del río, y mediante un sistema de terrazas la drenaban hacia el oeste. Más tarde, otras acequias completaron un verdadero complejo drico.

Pero además, el mismo río que daba vida amenazaba la continuidad de la ciudad. Constantemente, hasta bien avanzado el siglo XX, se registra la construcción de obras de defensa  a  lo  largo  de  la  costa.  Dichas  obras  estaban  constituidas  por  terraplenes,

construidos la mayor parte de las veces con el mismo material del lecho del río (es decir, piedras y arena), lo que les otorgaba escasa resistencia a sus embates periódicos.

En 1899 el ingeniero Carlos Cassaffousth dirigió la construcción de un terraplén de quinientos metros a lo largo del cauce principal. El obstáculo se formó no solamente con tierra  y  ramas,  sino  también  con  cuanto  material  se  encontró  a  mano:  inclusive  se
utilizaron  tramos  de  vía  Decauville,  restos  de  zorras  y  volquetes  
para  darle  mayor consistencia.

Al año siguiente, y dado que el río seguía golpeando la ciudad, el gobernador Dámaso Palacio se empeñó en la construcción de una nea de espigones para proteger al terraplén de Cassaffousth. El  resultado fue  el  denominado dique Palacio”, del  que el  ingeniero Carlos  Michaud escribió  en  1935:  El brazo muerto del río, que quedó detrás del dique Palacio, provocó con sus aguas estancadas la aparición del paludismo, que hizo ctima prácticamente a toda la población. Desmontando las dunas que corrían a lo largo de la ribera se rellenaron los terrenos bajos y se plantaron eucaliptos, dando así origen al hermoso parque Aguirre, orgullo hoy de la ciudad”.

De todos modos, a pesar de la repetición del fenómeno de los “volcanes” y de las advertencias que ya en 1896 hiciera el presidente del Departamento Topográfico y de Irrigación, Baltasar Olaechea y  Alcorta, las  obras de  defensa de  la  ciudad  tuvieron el carácter de provisorias.  Cuando el río desbaba se creaban comisiones de emergencia para socorrer a los barrios periféricos, principalmente en las zonas de Ulluas, Chumillo, del actual barrio Cáceres, Los Flores y Tarapaya, que indefectiblemente se anegaban. Luego, el gobierno solicitaba ayuda a la Nación, que votaba los fondos para reparar y reforzar las obras existentes.

Pero nada definitivo se hizo hasta 1929, cuando luego de los estudios realizados por una comisión especial se autorizó la iniciación de las obras de defensa, lo que dio lugar a la construcción de la actual Costanera.